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El origen del Jubileo en el Antiguo Testamento

Oct 11, 2024

Si te dijeran que cada 50 años puedes empezar de cero, ¿te atreverías? En el Antiguo Israel, el Jubileo ofrecía precisamente eso: un reseteo total. Pero, ¿era realmente efectivo? O mejor dicho, ¿quién tenía el valor de cumplirlo?

La idea del Jubileo viene del Yobel (יובל) del Antiguo Testamento, que significa «cuerno de carnero». En el antiguo Israel, este cuerno resonaba por todo el territorio para marcar el momento de regresar al orden establecido. Levítico 25,9 lo recoge con claridad: “Entonces harás sonar fuertemente el shofar en el décimo día del séptimo mes; en el día de la expiación haréis sonar el shofar por toda vuestra tierra”. Este sonido señalaba una pausa necesaria para recordar que los bienes y las relaciones debían ajustarse a las normas de Yahvé. Quizás era un tiempo para la esperanza para todo el pueblo, desde un planteamiento teológico, espiritual y material.

Algunos expertos van un paso más allá y vinculan “yobel” con el verbo hebreo “jabal”, que significa “restituir” o “devolver”. Lo que buscaba el Jubileo era eso: devolver tierras, liberar deudas, renovar la libertad. Aunque también hay quien ha propuesto una conexión con la lengua fenicia, donde “jbl” significa “cabra”, por parecer muy vinculado a la ofrenda del «chivo expiatorio» (azazel). En todo caso, la idea la que nos remite es la misma: restaurar lo que se había perdido.

Este Jubileo se debía celebrar cada cincuenta años, después de siete ciclos de siete años sabáticos. Es decir, 49 años. Un año entero desde el Día de la Expiación o Yom Kipur, para la reconciliación y la renovación de la relación con Dios y con los demás miembros de la comunidad. Pero no se quedaba en gestos simbólicos. El Jubileo obligaba a soltar deudas, rectificar injusticias y devolver las cosas a su sitio. No era solo un ejercicio espiritual; también era material y práctico.

Lo espiritual, eso sí, lo impregnaba todo. Al empezar en el Yom Kipur, quedaba claro que esta limpieza encontraba su base en Dios. En Levítico 25,12 dice: “Porque es Jubileo; santo será para vosotros”. Esta santidad exigía que la gente reconociera que la paz y la justicia solo eran posibles bajo una soberanía superior. Hasta la tierra descansaba durante el Jubileo, una práctica que debía expresar la confianza absoluta de todo el pueblo en que el sustento no venía solo del esfuerzo humano, sino especialmente de las bendiciones de Dios. ¿Y cómo sobrevivir en ese año? Levítico 25,20-21 responde a esa preocupación: “Si dijereis: ‘¿Qué comeremos el séptimo año? No sembraremos ni recogeremos nuestros frutos’, yo enviaré mi bendición en el sexto año, y dará fruto para tres años”. No hay espacio para la autocomplacencia: todo viene de Dios.

Además, esta pausa servía para recordar que los israelitas no eran propietarios absolutos de los recursos que explotaban. Levítico 25,23 lo expresa sin rodeos: “La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra es mía; vosotros sois extranjeros y peregrinos”. Este lenguaje asentaba su percepción de pueblo redimido, dependiente de la gracia divina, y animaba a gestionar la tierra con humildad y justicia, evitando la explotación desenfrenada.

El descanso también permitía reflexionar sobre lo que importaba de verdad. Prosperidad no era solo acumular bienes. Era una oportunidad para volver a centrarse, reforzar compromisos y vivir según un sistema más justo. En una sociedad agrícola como la de Israel, el acceso a la tierra era la base de la supervivencia y la estabilidad familiar. La redistribución periódica de la tierra, ordenada por el Jubileo, revertía las ventas y transferencias que hubieran ocurrido durante los 49 años anteriores, asegurando que las familias pudieran recuperar su propiedad original. Y eso no solo debía evitar la acumulación perpetua de riquezas en manos de unos pocos, sino que también tenía que corregir los desequilibrios generados por situaciones de pobreza extrema o mala fortuna. Así, el Jubileo garantizaba un sistema en el que las estructuras económicas y sociales se renovaban periódicamente, evitando la perpetuación de desigualdades opresoras.

Otro aspecto central del Jubileo era la liberación de esclavos, una acción cargada de significado tanto práctico como espiritual. En Levítico 25,39-41 se describe el trato que debía recibir un hermano israelita empobrecido que se hubiera vendido como siervo: «Si tu hermano empobrece y se vende a ti, no lo harás servir como esclavo. Como jornalero y como extranjero estará contigo; hasta el año del Jubileo te servirá. Entonces saldrá libre de tu casa, él y sus hijos consigo, y volverá a su familia». Este mandato no solo ponía fin a la servidumbre, sino que también restauraba la dignidad y la libertad de las personas afectadas. Al regresar a sus familias y propiedades, los liberados recuperaban su identidad como miembros plenos de la comunidad, reafirmando la igualdad fundamental entre todos los israelitas.

El Jubileo no se fundamentaba en gestos vacíos. La misericordia, eje fundamental del Jubileo, no se limitaba a actos individuales de bondad. Se manifestaba en el diseño de un sistema que reflejaba el carácter compasivo de Yahvé, un Dios que liberó a Israel de la esclavitud en Egipto y que ahora los llamaba a reproducir esa experiencia de redención en sus propias relaciones sociales. Cancelar deudas, liberar esclavos, redistribuir recursos: estas acciones no eran meras transacciones. Eran recordatorios de un modelo donde los valores se imponían a la acumulación y el abuso. El Jubileo evitaba que las desigualdades se enraizaran. Renovaba las bases de una comunidad más equitativa.

El Jubileo, en su origen y tal y como lo plantea el Antiguo Testamento, conectaba con la esperanza humana de un nuevo comienzo. Era un grito para recordar que las injusticias no tienen por qué ser eternas y que siempre existe la posibilidad de reconstruir lo que se ha quebrado. Ese toque del shofar no solo anunciaba un cambio en las reglas, anunciaba la valentía de soñar con un mundo más justo, donde cada acción fuese un paso hacia la dignidad compartida. Era una celebración y también una lección: la verdadera fuerza de una comunidad está en su capacidad de elegir el bien común sobre la inercia de la desigualdad.

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