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«La figura de Ignacio de Loyola me resultó detestable durante mucho tiempo. Me parecía un perturbado permanentemente anegado en lágrimas que apelaba sin discreción a los sacrificios que una imaginación medieval le hacía concebir. No me gustaba ni su palabra, ni sus «dos banderas», ni su pasado de soldado, ni su futuro de general del papa, ni su rostro de frente estrecha y huidiza.
Su militarismo me molestaba, al igual que sus reglas y sus disciplinas y las mil argucias de su correspondencia. No entendía cómo la misma persona que, según la tradición oriental, había querido convertirse en «loco por Cristo» y ser despreciado podía sopesar en sus cartas con tanta minuciosidad los pros y los contras de sus iniciativas y entenderse con los poderosos.
En cualquier caso, al mismo tiempo que me repugnaba, Ignacio me atraía. Para empezar, me gustaba la admirable continuidad de su vida, algo que no es perceptible a primera vista. Si la conversión –la suya lo mismo que la de los demás– es un hecho digno de consideración, es porque constituye una rectificación, el cambio de dirección de una persona que, en el fondo, continúa siendo la misma. Sin duda, se puede ver en ella un nuevo nacimiento, como dice el Evangelio, pero un nuevo nacimiento en el espíritu. La persona no es creada de nuevo» (François Sureau).
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Ficha técnica
«La figura de Ignacio de Loyola me resultó detestable durante mucho tiempo. Me parecía un perturbado permanentemente anegado en lágrimas que apelaba sin discreción a los sacrificios que una imaginación medieval le hacía concebir. No me gustaba ni su palabra, ni sus «dos banderas», ni su pasado de soldado, ni su futuro de general del papa, ni su rostro de frente estrecha y huidiza.
Su militarismo me molestaba, al igual que sus reglas y sus disciplinas y las mil argucias de su correspondencia. No entendía cómo la misma persona que, según la tradición oriental, había querido convertirse en «loco por Cristo» y ser despreciado podía sopesar en sus cartas con tanta minuciosidad los pros y los contras de sus iniciativas y entenderse con los poderosos.
En cualquier caso, al mismo tiempo que me repugnaba, Ignacio me atraía. Para empezar, me gustaba la admirable continuidad de su vida, algo que no es perceptible a primera vista. Si la conversión –la suya lo mismo que la de los demás– es un hecho digno de consideración, es porque constituye una rectificación, el cambio de dirección de una persona que, en el fondo, continúa siendo la misma. Sin duda, se puede ver en ella un nuevo nacimiento, como dice el Evangelio, pero un nuevo nacimiento en el espíritu. La persona no es creada de nuevo» (François Sureau).