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La resurrección es el corazón de la fe cristiana. Y, sin embargo, no es un misterio fácil de creer ni de aceptar. No lo es porque contradice radicalmente la persuasión, más o menos declarada, que alberga el corazón de todo ser humano: la muerte no tiene remedio. Ni siquiera la del hombre bueno por excelencia, Jesús de Nazaret. Al final, también él terminó en una cruz y en el sepulcro. Así lo piensan muy a menudo creyentes y no creyentes. A esta percepción, antigua y contemporánea al mismo tiempo, se opone el anuncio inesperado de los primeros discípulos: «¡Hemos visto al Señor resucitado! ¡Está vivo!». De esta experiencia nació la Iglesia y su actividad evangelizadora. «¡Jesús ha resucitado y está vivo!»... y si está vivo, se le puede encontrar hoy. Pero ¿dónde? ¿Y cómo es posible realizar esta experiencia? Los Evangelios nos lo indican, dibujando una especie de mapa para interpretar las dificultades y las resistencias que velan nuestros ojos y nuestro corazón y que, como les sucedió a aquellos dos discípulos que iban camino de Emaús, nos impiden descubrirlo presente a nuestro lado.
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Ficha técnica
La resurrección es el corazón de la fe cristiana. Y, sin embargo, no es un misterio fácil de creer ni de aceptar. No lo es porque contradice radicalmente la persuasión, más o menos declarada, que alberga el corazón de todo ser humano: la muerte no tiene remedio. Ni siquiera la del hombre bueno por excelencia, Jesús de Nazaret. Al final, también él terminó en una cruz y en el sepulcro. Así lo piensan muy a menudo creyentes y no creyentes. A esta percepción, antigua y contemporánea al mismo tiempo, se opone el anuncio inesperado de los primeros discípulos: «¡Hemos visto al Señor resucitado! ¡Está vivo!». De esta experiencia nació la Iglesia y su actividad evangelizadora. «¡Jesús ha resucitado y está vivo!»... y si está vivo, se le puede encontrar hoy. Pero ¿dónde? ¿Y cómo es posible realizar esta experiencia? Los Evangelios nos lo indican, dibujando una especie de mapa para interpretar las dificultades y las resistencias que velan nuestros ojos y nuestro corazón y que, como les sucedió a aquellos dos discípulos que iban camino de Emaús, nos impiden descubrirlo presente a nuestro lado.