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Orar la propia vida, sí, porque toda la vida del creyente, desde el momento en que se hace consciente de su dependencia, es un clamor por "ser más", por hacerse semejante a Dios.
La oración se despliega en el momento y en el lugar en que el hombre, en la fe, se vuelve hacia Aquel que es la fuente de su ser y el fin último de su existencia, y en El lee, iterpreta, admira y orienta cuanto existe y cuanto le toca vivir. Y entonces se encuentra con la más honda verdad de sí mismo y de todas las cosas, porque vislumbra y comulga cada vez más (sin lograrlo nunca del todo) con el Rostro del Amor, en el que todo cobra consistencia y adquiere sentido.
Y como ese Rostro se ha transparentado visiblemente en Jesús, la oración se hace humilde contemplación, en la fe, de la acción y la palabra del Hijo, llevando al orante a unirse con El de tal forma que su ser queda divinizado, sin abandonar su propia situación humana ni la de sus hermanos de humanidad, sino, por el contrario, solidarizándose con ellos para la construcción del mundo a imagen del Hijo Amado.
Ficha técnica